miércoles, 12 de noviembre de 2008

Julio Herrera y Reissig: Poesía y Modernismo.

Por Carlos Manuel López Ramos



En el caos no exactamente sagrado del puro Modernismo hispánico (cosa distinta es el postmodernismo) hay, a pesar de todo, manifestaciones interesantes, como la obra del poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910). Es la suya una poesía para pronunciarla, para oírla y para ingerirla. Para el oído, para la boca y los dientes, para el esófago y para todo el aparato digestivo. No es alimento para el espíritu, según la mixtificadora concepción tradicional. Su lírica no es edificante ni crea valores morales: sólo suena y se mastica. El sonido comestible es su aportación fundamental, por encima de otras intenciones subjetivas (el abismo del yo), arrebatos estéticos (el abismo de la belleza), aspiraciones sublimes (el abismo de la miseria) y demás maniobras de la hipersensibilidad (el abismo de la neurosis). Un sonido que no necesita interpretación, como el que emitirán, en su día, las trompetas del Juicio Final.

Herrera y Reissig llevó su escritura a un extremismo que era posible dentro del imposible programa modernista. Su exhaustividad fonética, su inverosimilitud hiperbólica, exigían un nuevo enfoque del poema y un nuevo lenguaje. No obstante el tiempo transcurrido, la inmoderada tensión a la que Herrera somete el idioma conserva aún mucha de su desconcertante energía: Objetívase un aciago / suplicio de pensamiento / y como un remordimiento / pulula el sordo rumor / de algún pulverizador / de músicas de tormento. Lo importante en estos versos es tanto la impetuosa eficacia auditiva como la estridencia publicitaria.

Vista general de Montevideo en 1889


En sus textos, y para romper con la previsibilidad del discurso, Herrera utiliza como materia prima un léxico desorbitado. Numerosos modernistas, cada cual a su manera y según su propia medida, recurrieron a la misma fórmula. En Argentina lo hizo Leopoldo Lugones (1874-1938), también en un sentido paroxístico. Era un léxico de una radical desesperación acústica, que había sido ya cultivado en el Barroco hispanohablante: aquello que en el XVII se llamó "concupiscencia de oído" y que, en el tránsito del siglo XIX al XX, en manos de los modernistas, desembocará o en la más insoportable cursilería o en un sugestivo procedimiento de locuacidad autoirónica.

Pero Herrera fue más lejos que Lugones, como lo confrimó Pedro Henríquez Ureña: "La tendencia barroca creció con Julio Herrera y Reissig, cuyo juego de imágenes no tardó en hacerse alarmante, y aun delirante en ocasiones; alcanzó pleno auge en Los éxtasis de la montaña (1901)". Anderson Imbert habló de "ametralladora metafórica", refiriéndose al furibundo aparato retórico del uruguayo. Fíjense en esta décima estupefaciente: Acude a mi desventura / con tu esclerosis de té, / en la luna de Astarté / que auspicia mi desventura... / Vértigo de ensambladura / y amapola de sadismo: / ¡yo sumaré a tu guarismo / unitario de Gusana / la equis de mi Nirvana / y el cero de mi ostracismo!

Bastantes críticos han visto en la poesía de Herrera un elemento de humor irrealista e histriónico conectado a su inaudita parafernalia fonética, a sus ritmos trepidantes no pocas veces resueltos en alardes de pirotecnia. Se trataría de un ingrediente satírico y expresionista que permite vislumbrar un sarcasmo y una actitud cínica que apuntan hacia una decidida vocación destructora. El grupo de La Torre de los Panoramas (tertulia que se reunía en la azotea de la casa de Herrera en Montevideo) se consagró a un tipo de modernismo comme il faut, con drogas diversas, meriendas espiritistas y oficios esotéricos. Quién sabe si hubo también alguna misa negra. El autor de Los maitines de la noche (1902) disfrutó de los tóxicos placeres del opio y la morfina. Él y sus camaradas veneraron, como era de rigor, a los simbolistas franceses, y experimentaron el estremecimiento cósmico del erotismo visionario. Expertos diseñadores de fantasmas, hicieron gala de una enfática melancolía y apuraron con avidez el divino cáliz del tedio. Pero Herrera y Reissig, pasándose tres pueblos, consiguió una singularidad con la que superó, espléndidamente, las consabidas pautas de la moda. [Imagen: Cartel de Alfons Mucha (1860-1939) / Apoteosis gráfica del Modernismo]

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