domingo, 10 de agosto de 2008

Carlos Manuel López Ramos sobre Arthur Rimbaud


Literatura para después del diluvio

Después de su madre, de la orgía parisina (La Commune), de aquel “long, immense et raisonné dérèglement de tous les sens”; después de Verlaine, del incidente de Courtrait, del ajenjo, del hashish, de “¡todo menos trabajar!” y del “je m’encrapule le plus posible”; de la aventura del Wandering Chief, de los excesos, las videncias y las bisexualidades, Arthur Rimbaud (1854-1891) se convirtió, por fin, en un hombre de provecho cuando se fue a Abisinia. Atrás quedaban tantas leyendas de loca juventud que, indefectiblemente, terminaron desgastándose. Los síntomas de un principio de disolución de la herencia idealista se hacen pronto visibles. Lo mejor de Un corazón bajo una sotana, por ejemplo, es el refrigerio preparado por Timotina Labinette: “compuesto de habichuelas y una tortilla con manteca”. El romanticismo residual de sus primeros textos lo compensa Rimbaud con una buena dosis de cinismo autocorrosivo que, con el tiempo, se irá incrementando hasta el extremo de aniquilar toda forma de instinto poético, algo que sucede cuando cumple 19 años.




A la izquierda, Paul Verlaine; a la derecha, Arthur Rimbaud. Detalle del cuadro Le coin de table, de Henri Fantin-Latour (1872)


“Bethsaida, la piscina de las cinco galerías, era un lugar enojoso. Como si fuese un siniestro lavadero, siempre ahogado por la lluvia y enmohecido”. Esta cita es de Prosas evangélicas, un conjunto de tres textos en el que hay una técnica narrativa infinitamente más eficaz, por ejemplo, que la de Hemingway, más vigorosa que toda la de la generación beat. Rimbaud en este caso anuncia la prosa persuasiva de J. D. Salinger. (Sobre las relaciones entre el escritor francés y el autor de El guardián entre el centeno, consúltese el artículo “Infantilidade, vidência e tradição em Jean-Arthur Rimbaud e Jerome David Salinger” de Juliana Silva Cunha de Mendonça: jeromesalinger.blogspot.com/)


En las páginas de Una temporada en el infierno, bastante irresolutas desde el punto de vista semántico, sobran esos insufribles encadenamientos de oraciones exclamativas, así como muchas combinaciones gramaticales con las que el poeta pretende exteriorizar el sagrado desorden del espíritu o, como en ‘El rayo’, las estridencias de una enmienda a la totalidad de la nada. Pero también en la Saison nos sorprende Rimbaud con una poderosa capacidad premonitoria de futuros desembarazos expresivos: “No hay familia en Europa que yo no conozca. —Me refiero a familias como la mía, que lo deben todo a la Declaración de los Derechos del Hombre—. ¡He conocido a cada hijo de familia!”. Hay conceptos interesantes, como esa vida que existe en los libros de aventuras infantiles o la envidia ante la felicidad de los animales. Hay un grado notable de experimentación lingüística, pero no tanto como para hablar todavía de una “alquimia del verbo” y menos de esa “prosa diamantina” averiguada por Verlaine.



La gran ruptura llevada a cabo por Rimbaud está en las Iluminaciones, donde una extraordinaria destreza para el ritmo de la prosa poética suministra el medio más adecuado para el desarrollo de una distorsión interna del lenguaje en el sentido de una liberación significativa de las formas, una configuración novedosa de los mecanismos de la representación precisamente para “después del diluvio”. Esas invenciones fantasmagóricas como “un reloj que no suena”, “una hondonada con un nido de bestias blancas”, “una catedral que desciende en un lago que sube”. Vaticinios diáfanos como “He aquí el tiempo de los asesinos”. Esa elocuencia cívica del tipo “mientras los fondos públicos se gastan en fiestas de fraternidad, suena una campana de fuego rosa en las nubes”. Confesiones de alcoba como “la horrible cantidad de fuerza y de ciencia que la fortuna ha alejado siempre de mí”. Prototipos sociológicos en la línea de “niños emperifollados para una pastoral suburbana”. Soberbios símbolos del éxodo como “el vino de las cavernas y la galleta de la ruta”, etc. Es decir, en las Iluminaciones encontramos más infierno que en la Temporada.

En 1873 Arthur Rimbaud abandona radicalmente la literatura. En 1880 está ya instalado en Harar (o Adaré), en Abisinia, el Reino de Choa. Hasta allí se desplaza con la exclusiva finalidad de hacerse rico para fundar una familia. En aquella época Harar era la cuarta ciudad santa del Islam, con cerca de 100 mezquitas y 300 santuarios. Edmund Wilson había afirmado en El Castillo de Axel: “Rimbaud, quien, pese a sus ojos azules de muchacho y mejillas como manzanas, que se combinaban con una figura desgarbada y unos pies y manos grandes de patán; pese a su voz de adolescente inseguro, con un acento de campesino nórdico, ya tenía un alma dura y una voluntad de hierro”. Esto, que lo había demostrado como poeta, ahora lo va a demostrar como hombre de negocios, cuyas actividades comerciales abarcarán una amplia gama de géneros: el marfil, el café, las pieles, el oro y, sobre todo, las armas. Respecto al espinoso asunto del tráfico de esclavos, estaríamos ante un percance improbable pero no imposible. Los que lo trataron en aquellas circunstancias coinciden en destacar su lealtad, honradez y profesionalidad. La obsesión de Rimbaud es el dinero que ha de permitirle obtener una posición social y el mayor bienestar material. Los afanes literarios se han volatilizado. Al margen de sus actividades mercantiles, sólo le atraen ciertas investigaciones geográficas. No lee más que libros de carácter técnico y científico, sobre topografía, etnología o historia natural.



Arthur Rimbaud en Harar (1883)

Rimbaud escribe cartas, la mayoría de las cuales van dirigidas a su madre y a su hermana, aparte de la correspondencia oficial y la derivada de sus gestiones empresariales. En estas cartas —publicadas póstumas en 1899 bajo el título Lettres, Égypte, Arabie, Éthiopie—, hay una posliteratura: la literatura para después del diluvio. Una prosa correcta pero suelta, concisa, incluso desatendida, también irónica, satírica o sarcástica. Quien tuvo, retuvo. Quizás estas lettres ponen el punto final a la literatura (esto que viene a continuación es para morirse de risa) como sustancia histórica. En el epistolario abisinio sobreviven, no obstante, eventuales sedimentos de inquietud poética, reminiscencias de la plaga emocional: aburrimiento, deterioro físico, la ansiedad del nomadismo, el matrimonio, los hijos, la muerte, el ahorro, los rigores del clima. Sobrevive un impulso que confiere al contenido de las cartas un trasfondo enigmático pero despojado de todo patetismo, en un estilo que aniquila la superstición del estilo y las mixtificaciones de la subjetividad neurotizada por las insalubres fantasías de los ideales artísticos. En 1887, “el hombre de las suelas de viento” —y esto es lo fundamental— disponía en el Crédit Lyonnais de El Cairo de unos fondos que ascendían, como mínimo, a 75.000 euros, cerca de doce millones y medio de pesetas, lo que, para esas fechas, no era moco de pavo. Y esto independientemente de otros depósitos no localizados ni cuantificados.



La casa de Arthur Rimbaud en Harar

Arthur el africano se hace fatalista: “Como los musulmanes, sólo sé que lo que sucede, sucede, eso es todo”. Utilizaba como precinto un sello de cera con la inscripción Abdoh Rinbo, o sea, “Rimbaud, sevidor de Dios”. Dicho fatalismo condiciona la incisiva austeridad de sus escritos. El informe relativo a la primera expedición a Ogadine (10 de diciembre de 1883) es una pieza sin duda magistral. Sobre las costumbres de sus habitantes dice: “También usan flechas envenenadas. El veneno llamado ouabay, que se emplea en todo el país somalí, se saca de raíces machacadas y hervidas de un arbusto. Les mandamos la muestra. Según cuentan los somalíes, alrededor de este arbusto siempre hay restos de serpientes, y todos los árboles cercanos se secan. Este veneno actúa con bastante lentitud, porque los indígenas heridos por estas flechas (que también se emplean como armas de guerra) se cortan la zona afectada y se salvan”. Este es el tono frío de una novela de terror en parajes exóticos.

Se aproxima el final. La comunicación con su familia decrece. En una carta del 25 de febrero de 1890 explica las causas de su mutismo, que muy pronto será definitivo: “No os sorprendáis de mi silencio: el motivo principal es que nunca encuentro nada interesante que contaros. Viviendo en uno de estos países nunca hay nada que contar. Desiertos poblados de estúpidos negros, sin caminos, sin correo, sin viajeros: ¿qué queréis que os escriba? Que nos aburrimos, que no sabemos qué hacer, que nos embrutecemos; que todo el mundo está hasta la coronilla, pero que nadie puede irse, etc. Eso es todo lo que se puede contar; y como no resulta divertido, lo mejor es callarse”. Igual que Wittgenstein.