lunes, 1 de noviembre de 2010

Saulo Ruiz Moreno: "Los albores de la eternidad".

Después de estrenarse como ensayista con un interesante trabajo sobre emblemática y simbología, titulado Algunos quisieron mirar atrás (una representación del universo), y publicado en la jerezana Editorial Barataria en marzo de 2005, Saulo Ruiz Moreno (Jerez de la Frontera, 1977) sacó a la luz, en el otoño de 2008, su primera novela: Los albores de la Eternidad, que apareció bajo el sello de la granadina Alhulia Sociedad Limitada.
Al currículo de Saulo Ruiz Moreno como escritor es obligado añadir su ruta como articulista de prensa en el ya desaparecido Síntesis: Suplemento Cultural de Publicaciones del Sur que, entre diciembre de 2004 y el mismo mes de 2007, tuvo una amplia difusión en toda la provincia de Cádiz.
Los albores de la Eternidad es una novela ambiciosa y de alto riesgo, pero que ha sido resuelta por su autor con sobrada solvencia e infrecuente habilidad, máxime tratándose —como hemos señalado al comienzo— de una primera incursión en el campo de la narrativa.
Saulo Ruiz Moreno ofrece en esta obra una trama con un excelente nivel de estructura, desarrollo y expresión.

El argumento de esta novela responde a una serie de componentes clásicos avalados por una larga tradición: intriga, suspense, aventura, materiales históricos, personajes tanto diáfanos como enigmáticos; crítica social, política, económica y cultural; problemas humanos individuales y colectivos. Todas estas dimensiones se articulan por medio de un ensamblaje preciso y sin violencia en los ajustes. La lectura de este texto es fácil, amena y estimulante; pero también es instigadora, en el sentido de promover la atracción por una dilatada serie de fascinantes espacios del conocimiento.
A esta fábrica literaria, que acabo de mencionar de manera sucinta, Saulo Ruiz Moreno agrega un nutrido aparato filosófico y gnoseológico, de amplio espectro y sólida armadura, en el cual radica, desde mi punto de vista, uno de los más especiales atractivos de esta obra. En efecto, Los albores de la Eternidad es una novela de largo aliento y sorprendente calado. Ese aparato ideo-teorético se incardina en el curso de la narración con equilibrio y elegancia, sin
pesadez, ni pedantería, ni exhibicionismo. Sus piezas emergen, en el momento adecuado, conectando con los hechos y personajes según un estricto criterio de coherencia y cohesión. Los albores de la Eternidad es un libro que trata sobre la cognición científica y la humanística, tanto en sus vertientes orto como heterodoxa; trata sobre la naturaleza y el ser; sobre la materia y el espíritu o la mente; sobre las artes, la literatura y el pensamiento; trata sobre el poder y sus incontables sombras, así como sobre Occidente y Oriente y sus vasos comunicantes, como lo fue Andalucía. El libro adquiere, pues, la condición de un panóptico, o de un aleph borgiano, o de una cámara oscura desde donde el autor nos invita a dirigir la mirada hacia la totalidad del insólito y desconcertante fenómeno en que consiste la vida. Imagen de la derecha: Solve et coagula (1992), de Dino Valls (Zaragoza, 1959).

No voy a revelarles que este libro sea el gran oráculo del siglo XXI, ni el segundo Apocalipsis, ni la panacea cósmica, ni la receta del elixir de la eterna juventud, ni la piedra filosofal, ni una guía que conduzca derechamente al hasta ahora ignoto recinto donde se oculta el tesoro de los cátaros o hasta la ciudad subterránea en la que se conserva, a buen recaudo, el famoso cáliz de la Santa Cena. Es verdad que Saulo Ruiz Moreno diserta, en esta obra, sobre todos estos prodigios y algunos más; pero no hay que olvidar (luego lo reiteraré) que Los albores de la Eternidad, ante todo, es una novela; y una novela que, cumpliendo con objetivo del género, se lee con gusto.
Lo que ocurre es que, en impecable trabazón con su fábula, el libro plantea unas premisas de considerable altura y elevada complejidad, muy lejos de trivializaciones y banalidades. La novela ha sido diseñada por su autor como un viaje al que se podría calificar de iniciático: un viaje también hermenéutico a través de las culturas confeccionadas por el ser humano en el transcurso de la historia. Pero no es un viaje arqueológico concebido como museo especulativo. En Los albores de la Eternidad se suscita, con rigor y a la vez con cautela, un trazado de futuro que se condensa en la veterana máxima (de origen alquímico) solve et coagula: es decir, disolver y remozar; descomponer y recomponer; limpiar y concentrar. Un apotegma que, desde el ángulo de la conciencia, preconiza una búsqueda: disolverse como objeto concreto y limitado para rehacerse como entidad energética, lo que implica la eliminación de la escoria fosilizada que se cría en torno a la personalidad. Es decir, una palingenesia.

Carl Gustav Jung (antes de ser víctima de una poética enajenación) no tuvo reparos a la hora de admitir vínculos metodológicos entre su Psicología Analítica y la Alquimia. Uno de los pilares de la psicoterapia de Jung estriba en la praxis de revitalización de los símbolos que, de modo consciente o inconsciente, ejercen una influencia empíricamente probada sobre el sujeto. Me remito a la recopilación de estudios que, con el título Man and his Symbols y coordinada por John Freeman, publicó en 1964 la firma Aldus Books. Ahí se recoge el último escrito dado a la imprenta por Jung, así como otros textos a cargo del propio Freeman y de importantes investigadores como Joseph Henderson, Marie-Louise von Franz, Aniela Jaffé y Jolande Jacobi (Traducción española: Luis de Caralt Editor, Barcelona, 1977).
Los símbolos inundan Los albores de la Eternidad. Símbología e Iconografía convergen en los distintos capítulos junto a su correspondiente marco interpretativo, el cual es expuesto con dominio y transparencia. Hay laberintos (como el de Salomón), figuraciones de toda índole, gráficos alfabéticos y numerológicos, cuadrados mágicos, criptogramas; están, cómo no, el toro, las divinas proporciones, el campo alegórico de la astrología, el Golem, el báculo de las dos serpientes, los secretos de las catedrales góticas, las cábalas hebrea, arábiga y grecolatina, así como la regla del nexo entre los contrarios: “La clave —afirma Julia, uno de los personajes de la novela— reside en distinguir los dos opuestos que cohabitan en el ser, así como al tercero, fruto de ellos mismos y que los une, de cuya interacción resulta su desarrollo”.

Saulo Ruiz Moreno es Ingeniero químico por la Universidad de Cádiz; en Alemania realizó estudios de posgrado en la Georg-Simon-Ohm Hochschule de Nuremberg y fue investigador de la afamada multinacional Siemens Aktiengesellschaft (Siemens AG). Esta importante formación científica le faculta para abordar —con suficientes créditos y sin concesiones a la ingenuidad— todo un extenso territorio de sapiencia hermética que desempeña en el libro una función de primera magnitud; y lo hace a partir de las múltiples concomitancias comprobadas entre la ciencia oficial y las doctrinas que un contexto pan-racionalista (y también político-religioso) condenó como heréticas; maniobra que se ejecuta con el imprescindible discernimiento que separa meticulosamente la ganga supersticiosa y seudo-epistemológica de aquellas otras disciplinas que, a pesar de haber sido catalogadas en el índice de un quimérico esoterismo, aportaron y aportan instrumentos complementarios para la indagación de la realidad.
La ciencia contemporánea, nuestra ciencia más avanzada, se ha visto obligada a renunciar al dogmatismo y a aceptar sus inherentes limitaciones. Es hoy una ciencia más abierta y menos soberbia. Einstein, Heisenberg, Popper o Gödel (entre muchos otros nombres) propiciaron este cambio de actitud que ha favorecido un nuevo talante, un nuevo enfoque científico. Se establece la convicción de que los procesos no están terminados. Como se nos dice en Los albores (y cito literalmente): “seguimos inmersos en la Obra Cósmica y muy lejos de disfrutar el producto acabado”. La ciencia recupera su primitiva poesía, su primitiva estética. “Desde la explosión inicial [sigo citando] que habría provocado la aparición de la perfección, ésta se estaría extendiendo, asimilando Caos y desechando materia común [la sustancia de la que se compone nuestro mundo] y que con su aparición dio origen al tiempo y al espacio”. El conocimiento de la materia toma así un rumbo distinto al del caduco positivismo: “la materia —leemos en Los albores— sería susceptible de perfeccionamiento hasta alcanzar un equivalente con la quintaesencia, con lo divino”.

Conceptualmente, el capítulo sexto de la segunda parte, ‘Camino del sepulcro’, es uno de los más impactantes. De ese capítulo subrayo este motivo interno-dialéctico: “aunque la materia sea única, siempre se pueden identificar dos naturalezas opuestas, una receptiva y otra estimulante, y si estas dos materias se resuelven en una tercera habrá tres principios, los dos iniciales más el fruto de su unión”. Este sistema en incesante metamorfosis nos reubica en una noción del ser humano radicalmente disímil respecto a las presunciones convencionales. El pasado, el presente, el futuro, el ser, el progreso, el envejecimiento, la muerte: en suma, la vida: una vida que debe ser revisada como segmento de la trayectoria cíclica orientada hacia el perfeccionamiento de la materia: una materia destinada a redimir su propia esencia.
Esa revisión de la vida tendría que fijarse como meta la superación del artificial y erróneo antagonismo que se ha instituido entre Humanidad y Naturaleza. La clave para llevar a cabo este programa expansivo requiere una sustancial comprensión de nuestro
entorno, de la mecánica y la lógica que rigen el universo. De ahí que en la novela se aluda a la intelección simbólica del verbum dimissum (‘verbum dimissum custodiat arcanum’: ‘la palabra perdida guarda el secreto’), esa palabra que apunta hacia la incógnita material de la Gran Obra que procura la definitiva transformación del ser. Palabra que, a la vez, se identifica con la cifra (el desciframiento) de la geometría cósmica. El verbo y la imagen convergen en la proporción, en la cadencia, en los meandros intuitivos. A la izquierda: El alquimista, de David Teniers "El joven" (1610-1690). Museo del Prado.
Revisar la vida es un macro-proyecto al que se incorporan acciones sociales, políticas, económicas y culturales; es atreverse a afrontar una gigantesca empresa correctiva de los cimientos de la civilización. Pero no es sólo esto. Lo más primordial de este quehacer se centra en la voluntad de asumir una ineludible restauración (reedificación) ontológica. Asunto complicado, pero insoslayable. La gran enseñanza del profesor Santiago Melgar (auténtico eje ideológico de la novela) cristaliza en la posibilidad sustantiva de un desenlace emancipatorio para el hombre y en el hallazgo de que la realidad dista mucho de lo cotidiano.
Este desenvolvimiento ascensional pasa por una rehabilitación de la Naturaleza (aquí también con N mayúscula); por una reanudada vivencia del imprescindible pacto con la Naturaleza. En Los albores de la Eternidad se detecta la singular empatía de su autor con el medio natural: las excelentes descripciones paisajísticas, el gusto por recrearse en la grandiosidad de bosques, sierras, grutas y ríos: una alabanza que a menudo se torna en minuciosa, didáctica y asimilable elucidación de la textura química sobre la que se sustentan los protocolos de la vida. Brota en estas coordenadas el homenaje rendido, en la página 241, a “aquellos que cultivaron la paz, que supieron vivir en armonía con su entorno sin incurrir en la derrochadora explotación de sus recursos, aquellos que habían logrado la felicidad gracias al destierro de las necesidades” y “cayeron sometidos por el duro acero de la sociedad militarizada, de un control económico sin escrúpulos, de la ambición de poder”.

Pero insisto: con Los albores de la Eternidad, Saulo Ruiz Moreno pone en nuestras manos una novela, no un tratado disfrazado de novela. Es la suya una novela seductora, de atmósfera envolvente, con un magnetismo que arrastra al lector a devorarla, una novela que incita a ampliar conocimientos, una novela de las que se leen de un tirón porque tienen garra y porque en ella hay una historia bien contada: con acontecimientos misteriosos, pasadizos subterráneos, cuevas tenebrosas, fuentes recónditas, fraternidades circunspectas, desapariciones inquietantes o manuscritos enigmáticos. El relato discurre con fluidez, buen ritmo y calculada dosificación de sus unidades modulares. Sobresalen la sobria y ágil complexión sintáctica, la riqueza de léxico, la vigorosa y eficiente adjetivación, así como la ya resaltada destreza descriptiva, con un neto predominio de lo sintético y lo selectivo, aunque sin menoscabo del detalle siempre pertinente y agudo.
Siendo muchos y apasionantes los móviles que yacen en este libro, Saulo Ruiz Moreno ha tenido la astucia y el talento de no contarlo todo, empleando, para tal fin, su contrastada capacidad de sugestión, con lo que concede al receptor la ocasión de intervenir activamente en el juego narrativo, en la dinámica textual. Prodesse et delectare.

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