jueves, 20 de noviembre de 2008

Leopoldo María Panero /Así se fundó Carnaby Street

por Carlos Manuel López Ramos





Cuando habla de la locura, el poeta Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) recurre casi siempre a la misma cita de Spinoza: “nadie sabe lo que puede el cuerpo”. Inmediatamente aparece el tema del manicomio. Por mucho que Leopoldo diga que prefiere mil veces la cárcel al manicomio, no ha hay que concederle demasiado crédito. Una de las muchas definiciones estremecedoras acuñadas por Panero en relación a los manicomios presenta a éstos como “una mezcla entre el Folies Bergère y el infierno de Dante”. Sin embargo, para un creador que tiene auténtica fe en lo que hace (y una idea clara de las condiciones necesarias para hacerlo) no existe mejor morada que un centro de salud mental, puesto que allí es donde puede dedicarse, con absoluta garantía de éxito, a perder su vida par delicatesse, como dijo Rimbaud, a quien Leopoldo menciona con frecuencia. En realidad, los argumentos de Panero en contra de las instituciones psiquiátricas ofrecen serias dudas respecto a su veracidad de conciencia. La recurrente diatriba contra las casas de locos constituye uno de los motivos fundamentales de su literatura oral; literatura ésta que alcanza ya una importancia trascendental en la producción del poeta y que, por fortuna, se conserva transcrita en un buen número de entrevistas publicadas. [A la izquierda: Leopoldo María Panero]



Panero ha dicho de la psiquiatría: “la psiquiatría delira”; “la psiquiatría es la consideración no humana de lo humano”; “la psiquiatría se encarga de reprimir y perseguir la experiencia mística y paranormal, pues no otra cosa es el loco que un iluminado”; “la psiquiatría es la persecución de la extrañeza”, etc. Pero, ¿qué tiene que ver todo este repetitivo catecismo con la interesante lectura que de Mallarmé ha sido capaz de realizar Panero en determinados períodos de lucidez? ¿Todavía no se ha enterado Panero de que la mente (ese sucedáneo laico del alma) es una falacia? ¿No le han explicado que el funcionamiento del cerebro se basa en el dinamismo bioelectroquímico y que, por consiguiente, la psiquiatría cada vez es más fisiología y neurobiología, a las que, en todo caso y para ir tirando, se agregan ciertas técnicas extraídas de la práctica del sacramento de la confesión? [Ilustración: ¿Locos en el manicomio? Óleo atribuido a Goya. Museo del Monasterio de Guadalupe, Cáceres, España.]



En la actualidad, Panero está ingresado en la clínica del doctor Rafael Inglod (Canarias). Anteriormente ya tenía cumplidos siete bienios en el Manicomio de Mondragón (Guipúzcoa). En esta nueva residencia, según Panero, continúan envenenándolo (como en el País Vasco), pero todavía más. Se queja de su tratamiento con haloperidol, un antipsicótico típico de la familia de las butirofenonas, el cual puede provocar, parece ser, no pocos efectos secundarios nada deseables. Este fármaco es uno de los neurolépticos más usados en patologías como la esquizofrenia, la paranoia, estados maníacos y otros trastornos psíquicos de gravedad. Leopoldo no vacila en sentenciar que en los manicomios “odian el pensamiento, como en toda España”. Panero visitó en París al célebre psiquiatra heterodoxo Félix Guattari,
coautor, junto a Gilles Deleuze, de El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. (1973) y de Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. (1980). Ni corto ni perezoso, el escritor aprovechó la consulta para largarle al eminente analista una conferencia sobre la anorexia manicomial de tres cuartos de hora. Al finalizar la homilía, Guattari le dijo al poeta madrileño (según la versión de éste) que era el español más inteligente que había conocido. Panero, a la sazón, se dedicaba en la capital francesa a recoger basura como penitencia para salvar a sus habitantes, y el día que fue a ver al ilustre terapeuta le dejó como recuerdo, escondido detrás de una cortina, un maloliente saco de desperdicios. De los escritos de Guattari y Deleuze asimiló Panero la idea central del alienado como límite del capitalismo. Enlazando con Lacan (figura obsesiva y omnipresente en el discurso del autor de Narciso en el acorde último de las flautas), Leopoldo acusa a la burguesía de haber inventado el caos y el ateísmo “para permitirse proscribir así el derecho divino de la nobleza medieval”. [Imagen: Félix Guattari]



En 2004, al disertar sobre un asunto tan delicado como la pederastia, e interpretando con extremo desahogo el concepto universal de libre decisión, Panero manifestó lo siguiente: “no sé qué hay de malo en la corrupción de menores”, lo que es una apelación directa o indirecta, dependiendo desde dónde se mire, al ectoplasma de Gilles de Rais (1404-1440), el verdadero e inolvidable Barba Azul, alquimista y mago, valeroso en el campo de batalla, héroe nacional de Francia en la Guerra de los Cien Años y compañero de armas de Santa Juana de Arco. Una pareja sobrehumana. Georges Bataille (El proceso de Gilles de Rais, 1959) asegura que los crímenes de Barbe Bleue (especial atención merecen los de signo pedófilo) fueron los del mundo en que vivió: los de aquella sociedad medieval que confería a la nobleza un poder absoluto a la hora de consumar sus deseos. Como escribió Leopoldo María Panero en uno de sus memorables artículos de prensa: “Que sea la muerte de los límites en un contacto indefinido lo que aquí resuma la entrada de Dios en el ámbito político”. [Imagen: retrato de Gilles de Rais. Grabado de autor desconocido. Siglo XVI.]

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Julio Herrera y Reissig: Poesía y Modernismo.

Por Carlos Manuel López Ramos



En el caos no exactamente sagrado del puro Modernismo hispánico (cosa distinta es el postmodernismo) hay, a pesar de todo, manifestaciones interesantes, como la obra del poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910). Es la suya una poesía para pronunciarla, para oírla y para ingerirla. Para el oído, para la boca y los dientes, para el esófago y para todo el aparato digestivo. No es alimento para el espíritu, según la mixtificadora concepción tradicional. Su lírica no es edificante ni crea valores morales: sólo suena y se mastica. El sonido comestible es su aportación fundamental, por encima de otras intenciones subjetivas (el abismo del yo), arrebatos estéticos (el abismo de la belleza), aspiraciones sublimes (el abismo de la miseria) y demás maniobras de la hipersensibilidad (el abismo de la neurosis). Un sonido que no necesita interpretación, como el que emitirán, en su día, las trompetas del Juicio Final.

Herrera y Reissig llevó su escritura a un extremismo que era posible dentro del imposible programa modernista. Su exhaustividad fonética, su inverosimilitud hiperbólica, exigían un nuevo enfoque del poema y un nuevo lenguaje. No obstante el tiempo transcurrido, la inmoderada tensión a la que Herrera somete el idioma conserva aún mucha de su desconcertante energía: Objetívase un aciago / suplicio de pensamiento / y como un remordimiento / pulula el sordo rumor / de algún pulverizador / de músicas de tormento. Lo importante en estos versos es tanto la impetuosa eficacia auditiva como la estridencia publicitaria.

Vista general de Montevideo en 1889


En sus textos, y para romper con la previsibilidad del discurso, Herrera utiliza como materia prima un léxico desorbitado. Numerosos modernistas, cada cual a su manera y según su propia medida, recurrieron a la misma fórmula. En Argentina lo hizo Leopoldo Lugones (1874-1938), también en un sentido paroxístico. Era un léxico de una radical desesperación acústica, que había sido ya cultivado en el Barroco hispanohablante: aquello que en el XVII se llamó "concupiscencia de oído" y que, en el tránsito del siglo XIX al XX, en manos de los modernistas, desembocará o en la más insoportable cursilería o en un sugestivo procedimiento de locuacidad autoirónica.

Pero Herrera fue más lejos que Lugones, como lo confrimó Pedro Henríquez Ureña: "La tendencia barroca creció con Julio Herrera y Reissig, cuyo juego de imágenes no tardó en hacerse alarmante, y aun delirante en ocasiones; alcanzó pleno auge en Los éxtasis de la montaña (1901)". Anderson Imbert habló de "ametralladora metafórica", refiriéndose al furibundo aparato retórico del uruguayo. Fíjense en esta décima estupefaciente: Acude a mi desventura / con tu esclerosis de té, / en la luna de Astarté / que auspicia mi desventura... / Vértigo de ensambladura / y amapola de sadismo: / ¡yo sumaré a tu guarismo / unitario de Gusana / la equis de mi Nirvana / y el cero de mi ostracismo!

Bastantes críticos han visto en la poesía de Herrera un elemento de humor irrealista e histriónico conectado a su inaudita parafernalia fonética, a sus ritmos trepidantes no pocas veces resueltos en alardes de pirotecnia. Se trataría de un ingrediente satírico y expresionista que permite vislumbrar un sarcasmo y una actitud cínica que apuntan hacia una decidida vocación destructora. El grupo de La Torre de los Panoramas (tertulia que se reunía en la azotea de la casa de Herrera en Montevideo) se consagró a un tipo de modernismo comme il faut, con drogas diversas, meriendas espiritistas y oficios esotéricos. Quién sabe si hubo también alguna misa negra. El autor de Los maitines de la noche (1902) disfrutó de los tóxicos placeres del opio y la morfina. Él y sus camaradas veneraron, como era de rigor, a los simbolistas franceses, y experimentaron el estremecimiento cósmico del erotismo visionario. Expertos diseñadores de fantasmas, hicieron gala de una enfática melancolía y apuraron con avidez el divino cáliz del tedio. Pero Herrera y Reissig, pasándose tres pueblos, consiguió una singularidad con la que superó, espléndidamente, las consabidas pautas de la moda. [Imagen: Cartel de Alfons Mucha (1860-1939) / Apoteosis gráfica del Modernismo]