
Murió al pie del cañón. Cuenta Luis García Montero que Ángel González (1925-2008) tenía entre manos la elaboración de un nuevo poemario del que ya había redactado al menos 14 textos. Lo conocimos personalmente en noviembre de 1999, cuando asistió al primer congreso organizado por la Fundación Caballero Bonald: El grupo poético del 50, 50 años después. Recordamos su excelente trato, su cordialidad natural, su talante sereno y su espíritu abierto. Era ya un señor de edad respetable, pero jovencísimo en su actitud, todavía dispuesto para los placeres de los epílogos nocturnos tras las sesiones congresuales, y, desde luego, alejado de las automortificaciones impuestas por los puritanismos salutíferos que ya estaban en boga. Compartió con la mayoría de los miembros de su generación un vitalismo radical y casi diríamos militante.
Fue Ángel González un poeta de idioma claro y preciso, estudiado y pensado hacia la exactitud: “Yo siempre soy muy cuidadoso en el uso del lenguaje —afirmaba en una entrevista—, utilizo como materia de trabajo el lenguaje coloquial, me gusta la simplicidad, la claridad. Es más difícil escribir con claridad que escribir en la oscuridad”. Francisco Brines lo definió como “poeta transparente”. Pero en esa limpieza, llana y sobria, alentaba una lúcida reflexión, sobre el ser y la realidad, impregnada de penetración y hondura, muy en la línea de Antonio Machado, de quien se sentía tan próximo. A menudo sus poemas cogen el rumbo de la conversación, de ahí esa prodigiosa virtud de la cercanía a los lectores; de ahí también esa presencia casi tangible del poeta en el momento de leer sus versos. Lo cotidiano: el día a día, las cosas que pasan, las emociones que permanecen.
Ángel nos fue descubriendo la dramática mixtura del “áspero mundo”, la inquietante vulnerabilidad de todo lo humano (precipitándose en desorden / hacia / la nada y la ceniza), los estragos del tiempo, la inutilidad de las teorizaciones a propósito del vacío, de los incomprensibles desafueros de la existencia. Nos fue descubriendo asimismo el indispensable valor del sentido histórico y la necesidad tanto de la rebeldía como de la contribución a las transformaciones sociales: eso sí, al margen de las volátiles leyendas enarboladas por engañosos utopismos. Jamás panfletario; pero sí constante, hasta el último minuto, en su inexpugnable trinchera cívica, en la firme postulación de sus convicciones éticas.
En su poesía habita la inmensa compensación del amor; el encuentro posible, elemental, vivificante: seguiré como ahora, amada / mía, / transido de distancia, bajo ese amor que crece y no se muere, / bajo ese amor que sigue y nunca acaba. Y todo así avanza en esta escritura que habla sin artilugios intermediarios, enunciando realidades inmediatas y deshaciendo sombras contra viento y marea, hasta la sombra de la muerte, porque este amor ya sin mí te amará / para siempre.

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