La fiesta de Todos los Santos empieza
la víspera del 1 de noviembre; es decir, el 31 de octubre. En España (hace de
ello unas cuatro décadas largas) se celebraban festejos específicos de acuerdo
con la idiosincrasia de cada región. Era una España de espacios bien interconectados
y no existían esas abominaciones de las Comunidades Autónomas o micro-Estados
imaginarios que son la ruina de nuestra nación. En algunas provincias o
localidades concretas estas celebraciones adquirían una personalidad muy
acusada por sus peculiares características, como es el caso de Cádiz capital,
ciudad donde nací y me crié. Allí la festividad de los Tosantos, como popularmente se la llamaba (igual que en tantos
sitios de Andalucía), giraba en torno al mercado central de abastos y a los
mercados de distritos, en cuyos alrededores se ubicaban corrales improvisados
con los pavos y algunos animales emblemáticos de los vecinos plazos navideños. Abundaban los tenderetes efímeros de castañas, nueces, almendras,
avellanas y demás frutos secos. En las confiterías de toda la ciudad se vendían
los huesos de santo, los buñuelos de viento y los panellets, típicos de Cataluña, Aragón y el Levante, de los cuales
mis preferidos siempre fueron los de piñones y mazapán. En los puestos del
mercado se representaban escenas cómico-satíricas, a veces algo subidas de tono
(hasta donde permitían los censores en el período de la dictadura), con muñecos y animales disfrazados en diferentes posturas y llevando a cabo determinadas
acciones; luego, con la democracia (de pacotilla), la comicidad erótica se hizo
más explícita. Siempre activado el espíritu carnavalesco de la ciudad. La
participación de los “mercaderes” era masiva; de pronto se vino abajo y, tras unos
malos años, volvió a recuperarse en buena medida. Mucho de este patrimonio se conserva todavía, pero
desvirtuado por la invasión de un espectáculo tan extemporáneo como estúpido
que nada tiene que ver con nuestra idiosincrasia y que sólo responde al proceso
de colonización cultural que el mundo anglosajón desarrolla, por motivos
comerciales y económicos, en ciertas zonas de Europa; me refiero a la cagada de
Halloween, que, como se verá, es concebida en el seno del cristianismo ortodoxo
pero que más tarde degenera en una pantomima mixtificada.
Estas notas se refieren primordialmente —pero no
sólo— al universo
anglohablante. El Halloween moderno
hace furor entre la infancia y la
juventud españolas por culpa de unos padres idiotas que no son capaces de
filtrar los elementos culturalmente fraudulentos que nos llegan de indeseables
extrarradios; antes bien, ceden al papanatismo y la admiración por todo lo
extranjero, como en el caso de Santa Claus o Papá Noel, a quien se le ha
buscado un (inútil) ambiente de rivalidad con los Reyes Magos de toda la vida. Gran bajada de pantalones y un tomar por culo ante la prepotencia y el
intervencionismo sociocultural de los países de habla inglesa (resulta interesante,
a este respecto, que Halloween no tenga tanto seguimiento en Australia y Nueva Zelanda). Es cuando menos curioso que muchos papaítos y
mamaítas muy progres (ellos se lo creen) que hacen pública y atrabiliaria profesión de fe antiyanqui sean los primeros
en apuntar a sus hijos a esta infame novelería de la calabaza hueca y el truco o trato, porque es desde los
Estados Unidos que nos ha llegado la configuración actualizada de Halloween. Entre las clases altas la moda también se ha
extendido bastante por el insufrible esnobismo propio de las mismas, teniendo
como resultado sistémico una fétida convivencia de tradiciones valiosas e innovaciones
espurias que denotan el declive y el desconcierto cultural de unas colectividades
tan aturdidas
como insanas.
El filósofo y sociólogo francés
Jean Baudrillard (1929-2007) escribió: “Halloween no tiene ninguna gracia. Es
una fiesta sarcástica que refleja más bien una reivindicación infernal de
venganza de los niños contra el mundo de los adultos”.
Halloween o Hallowe’en es una contracción de All Hallows’evening, con un significado
de ‘noche de los santos’ y su jornada clave es el 31 de octubre. Se conoce
también, aunque menos, como Allhalloween,
All Hallows’Eve y All Saints’Eve. En realidad la
festividad comienza con el Allhallowtide,
que comprende el triduo previo a Todos los Santos y abarcaría el propio Halloween, el Día de Todos los Santos (1 de noviembre),
el de los Difuntos (2 de noviembre), el Día Internacional de Oración por la
Iglesia Perseguida (primer domingo de noviembre) y el Domingo de Recuerdo
(segundo domingo de noviembre). Es decir, el ciclo completo. Una velada
de la cristiandad que hunde no obstante sus raíces en un paganismo (readaptado)
de origen celta. Durante este tiempo se recuerda a “los fallecidos, incluidos
los mártires, los santos y todos los cristianos fieles difuntos”. La
conmemoración de Todos los Santos se remonta a la Iglesia primitiva. Se cree
que pudo tener gran empuje la fiesta romana de Lemuria (Lemuralia) dedicada a los muertos y cuyo objetivo era organizar liturgias
durante tres días y noches para conjurar espectros inquietos e impedir que
embrujaran sus hogares. A partir del siglo IV, la solemnidad de Todos los Santos en la Iglesia
Cristiana Occidental ensalzaba a los mártires cristianos y, en el siglo VIII, el Papa Gregorio III (pontificado
entre 731-741) fundó un oratorio en San Pedro para las reliquias “de los santos
apóstoles y de todos los santos, mártires y confesores”. Algunas fuentes aseguran
que se dedicó el 1 de noviembre, mientras que otras dicen que fue el Domingo de
Ramos. Hacia 800, hay evidencia de que las iglesias en Irlanda y Northumbria
(Inglaterra) honraban a Todos los Santos
el 1 de noviembre. Alcuino de York (York fue capital del reino anglo de
Northumbria), miembro de la corte de Carlomagno (Renacimiento Carolingio), pudo haber introducido esta
fecha del 1 de noviembre en el Imperio Franco, convirtiéndose en fecha oficial
en 385. Algunos expertos sugieren que esto se debió a la influencia celta, pero
hay quienes defienden que fue una idea germánica, aunque hay argumentaciones a favor de que tanto
los pueblos de habla germánica como celta conmemoraban a los muertos al
comienzo del invierno. A fines del siglo XII, se habían convertido en días
sagrados por obligación en el cristianismo occidental e involucraban usos tales
como tocar las campanas de las iglesias por las almas del purgatorio. Era “costumbre
que los pregoneros vestidos de negro desfilaran por las calles, tocando una
campana de sonido lúgubre y llamando a todos los buenos cristianos a recordar a
las pobres almas”. La costumbre de Allhallowtide
de hornear y compartir tortas de alma (soul cakes o pan dulce)por todas las almas bautizadas, se ha propuesto como el origen del truco o trato. Este hábito se remonta
al menos hasta el siglo XV; y se documentó en partes de Inglaterra, Gales,
Flandes, Baviera y Austria. Grupos de gente pobre, a menudo niños, iban de
puerta en puerta durante Allhallowtide,
recogiendo tortas de alma, a cambio de rezar por los que ya no estaban entre
los vivos, especialmente las almas de los amigos y parientes de los donantes. A
esto se le llamó souling. Así mismo
se ofrecían las tortas para que las
mismas almas las comieran, y, al llevarlas, se portaban “linternas hechas de nabos ahuecados”, que
originalmente podrían haber figurado las almas de los fenecidos, después hechas
con calabazas, denominadas en el mundo anglosajón Jack-o’-lanterns, cuya finalidad era ahuyentar a los espíritus
malignos.
Lo que parece claro es el influjo
de la idolatría céltica de Irlanda y Escocia (festivales de la cosecha o Samhain) en la versión contemporánea de Halloween
con la consiguiente secularización hasta transformarse en la cretina y
cretinizante verbena que es hoy, con todo su caudal de memeces de naturaleza
supersticiosa procedentes de una infracultura infestada de druidas y fantasmas
que regresan del más allá,
resumiéndose todo en disfraces, drogas y borracheras.
Pero si había en toda España una tradición por excelencia que reinaba en las fechas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, ésa era la escenificación de Don Juan Tenorio, la inmortal obra de José Zorrilla (1817-1893). Desde los inicios del siglo XVII la obra que se representaba era El burlador de Sevilla, atribuida a Tirso de Molina (1616/17; antes titulada Tan largo me lo fiáis). En todos los teatros de Madrid y capitales de provincias; en todos los pueblos, por minúsculos que éstos fueran, tenía lugar la gran ceremonia del Convidado de Piedra en la noche del 1 al 2 de noviembre. Los grandes teatros interrumpían sus programaciones y la pieza de rigor era interpretada por actores de primera línea que se la sabían de memoria y apenas necesitaban ensayos para el montaje. En los pueblos, eran compañías de aficionados las encargadas de cumplir con el rito irrevocable. El público tenía memorizados muchos pasajes de la obra y los recitaban a coro y a media voz durante la representación. El Don Juan de Zorrilla había llegado en el 44 del siglo XIX. Los versos, en ocasiones ripiosos, del autor vallisoletano, eran como mantras que resurgían todos los noviembres en un culto comunitario que exaltaba el amor por encima de todas las cosas, incluidos los convencionalismos morales, pero dentro de una profunda fe cristiana, una fe eminentemente popular, emocional y humanamente flexible, siempre comprensiva con ese joven y simpático seductor de profesión, alegre y desenfadado —al que tan fácil es perdonar—, y que, no obstante, en su último suspiro alcanza el verdadero arrepentimiento y la salvación de su alma por los méritos de su amada Doña Inés, pues como dice y argumenta el de Aquino en la Summa (I, 2ª, q. 114, a. 6): “Mas con mérito de congruo sí que se puede merecer para otro la primera gracia”. En el Don Juan de Zorrilla tenemos una salvación (imperfecta) que esquiva el Infierno pero no el Purgatorio (Iglesia Purgante); salvación teológicamente rocambolesca basada en una serie de portentos que contradicen abiertamente la doctrina soteriológica del catolicismo.
He aquí las palabras de Doña Inés: Yo mi alma he dado por ti / y Dios te otorga
por mí / tu dudosa salvación. / Misterio es que en comprensión / no cabe de
criatura, / y sólo en vida más pura / los justos comprenderán / que el amor
salvó a Don Juan / al pie de la sepultura.
Y éstas son las palabras de Don
Juan: Mas es justo: quede aquí / al
universo notorio / que, pues me abre el purgatorio / un punto de penitencia, /
es el Dios de la clemencia / el Dios de Don Juan Tenorio.
Desde 1844, año de estreno del Tenorio de Zorrilla, éste es el Don Juan de todos los españoles e hispanoamericanos. Antes fue el de Tirso de Molina, un Don Juan en el marco de la Contrarreforma, mucho más rígido y que, además de no resultar atractivo, acababa condenándose, como la mayoría de los Don Juanes de la literatura universal, ya que el mito de Don Juan será tratado por numerosos escritores de todos los tiempos y lugares: Molière (Dom Juan ou le festin de pierre, teatro, 1665), Antonio de Zamora (No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, teatro, 1713), Carlo Goldoni (Don Giovanni Tenorio, teatro, 1735), Samuel Richardson (el Lovelace de la novela Clarissa or The History of a Young Lady, 1748) Choderlos de Laclos (el Valmont de Las relaciones peligrosas, 1782), Mozart (en su ópera Don Giovanni, con libreto de Lorenzo da Ponte, 1787), Lord Byron (Don Juan, poema satírico escrito entre 1819-1824, incompleto por su muerte), Christian Dietrich Grabbe (Don Juan y Fausto, tragedia con música, 1829), Alexandre Dumas (con su drama Don Juan de Marana ou la chute d’un ange, 1836), José de Espronceda (el Félix de Montemar del poema épico El estudiante de Salamanca, 1840), Edmond Rostand (La dernière nuit de Don Juan, poema dramático escrito en 1911 y publicado póstumo en 1921), Azorín (Don Juan, novela de 1922), Max Frisch (Don Juan o el amor a la geometría, drama de 1953), Gonzalo Torrente Ballester (Don Juan, novela de 1963) y muchos más. Pero el Tenorio de Zorrilla es un señorito sevillano no exento de ese encanto, esa gallardía y esa humanidad cercana al ciudadano medio que inspira nuestro irrefrenable consentimiento, y éste es el Don Juan por excelencia de los españoles y del ámbito hispánico en general, que incluye su inevitable dosis de machismo más o menos literariamente edulcorado...
No es el Don Juan de Zorrilla un
ejemplo de complejas profundidades psicológicas y metafísicas, que aquí
aparecen sólo insinuadas en beneficio de la
acción y de un exacerbado sentimentalismo romántico junto a numerosos
elementos simbólicos del orbe mítico de referencia, como puede ser el concepto
fundamental del libertino milagrosamente redimido por el amor insólito y sublime que una mujer le
profesa. El de Zorrilla es, por fin, un
Don Juan enamorado dispuesto a casarse con su prometida y de ahí —ortodoxias
teológicas aparte— la contrición conclusiva del personaje.
Visto desde el presente, nos
hallamos ante un anacronismo superado por unas nuevas condiciones vitales
radicalmente distintas, nuevas costumbres intersexuales, nuevos y adorables
sexos.
De hecho, como alega José Alberich (La popularidad de Don Juan Tenorio y otros estudios de literatura española moderna, 1982), la mujer en España siempre fue vista (era otro contexto, pero del que quedan secuelas subliminales) como una imagen asociada a la Virgen María en sus funciones de mediadora ante la divinidad, salvadora in extremis de maridos, novios y queridos desviados: “Se puede decir sin exageración que en la obra de Zorrilla, —a diferencia de otros ‘Don Juanes’— el tema central no es la seducción [...] sino la redención del pecador por intercesión de una mujer pura. Es, pues, un tema teológico, aunque de una teología un tanto fantástica y heterodoxa. Si nos fijamos bien, vemos que Doña Inés ha usurpado en este drama una función altísima que en realidad sólo corresponde a la Madre de Dios, la de co-redentora e intercesora por la salvación del hombre pecador. El amor de Don Juan por Doña Inés equivale a la devoción mariana que salva al Esclavo del demonio en la obra de Mira de Amescua o en cualquier otra antigua comedia de santos”.
Proporciona Alberich dos apuntes complementarios de sumo interés. Por un lado, refiriéndose a Don Juan, constata: "Su sobrehumana temeridad, su diabólico inmoralismo son ingredientes necesarios para suscitar ese escalofrío de envidia y admiración inconscientes que requiere su papel de paradigma inalcanzable".
De otro lado, Don Juan es redimido "por una intercesión milagrosa de la novia muerta, instrumentada, además, con increíbles prodigios de ultratumba. Toda esta fantasmagoría era también necesaria para elevar al Tenorio a la estatura abrumadora de símbolo nacional".
En la actualidad, estas coordenadas han variado incompletamente por el afeminamiento (feminismo) y la homosexualización (LGTBIQ+) de ciertos sectores de la sociedad y la presión histérica de la irrisoria y chistosa ideología de género (Sigmund Freud: El chiste y su relación con lo inconsciente, 1905); pero, en el fondo —porque el Diablo es así—, cualquier español que se precie lleva, a pesar de todo y pese a quien pese, un Tenorio dentro. Y una regla similar es aplicable incluso al maravilloso, promiscuo y pintoresco territorio de la diversidad sexual alternativa, donde el fenómeno Tenorio se puede dar, y de facto se da, como en el campo heteronormativo, si bien en menor grado y con unos rasgos especiales.
Aquí dejo la versión de Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, que
para la televisión española, en el programa Estudio
1, dirigiera Gustavo Pérez Puig en 1966, con Francisco Rabal en el papel de
Don Juan, Concha Velasco en el papel de Doña Inés y un reparto de excepción:
LUCÍA: Irene Daina.
BRÍGIDA: Tota Alba.
Doña ANA DE PANTOJA: Ana Mª Vidal.
Don LUIS MEJÍA: Fernando Guillén.
CIUTTI: Juanjo Menéndez.
Don GONZALO ULLOA: José María
Escuer.
Don DIEGO TENORIO: Julio
Goróstegui.
El CAPITÁN CENTELLAS: Antonio
Almorós.
BUTTARELLI: José Sepúlveda.
AVELLANEDA: Manuel Peiró.
GASTÓN: Francis(co) Dumont.
El ALGUACIL 1º: Francisco Matesanz.
El ALGUACIL 2º: José María Celdrán.
Otros: Maruchi Fresno, Ricardo
Canales, Carmen Luján y Anastasio Campoy.
La acción en Sevilla por los años
1545, últimos del Emperador Carlos V. Los cuatro primeros actos pasan en una
sola noche. Los tres restantes, cinco años después, y en otra noche.